En Japón, uno de los platillos mas codiciados es el fugu, una especie de pez globo que produce una toxina letal. Todos los años fallecen un puñado de desafortunados comensales. Los chefs que lo preparan deben tener una licencia especial que requiere años de entrenamiento. Aprenden a rebanar el pez extrayendo con cuidado la vesícula y la piel que contienen el poderoso veneno, el objetivo es ofrecerle a los aventureros comensales cortes que contienen una pequeña cantidad de la peligrosa sustancia, lo suficiente como para producir una sensación única de cosquilleo en la boca. Viajar a Yemen, a la maravillosa isla de Socotra, es una experiencia similar.
Quienes sufrimos de la adicción a viajar tenemos una lista de destinos que queremos visitar, una selección de lugares que vamos curando y añejando en el tiempo; ciudades, países, islas, festivales, penínsulas, ríos o regiones enteras que vamos escogiendo – a veces por razones evidentes, otras veces por razones menos claras-, paisajes que nos seducen, culturas que nos intrigan. Una vez en la lista, acumulamos libros, revistas, links, artículos de periódico, preguntamos y repreguntamos sobre ellos a quienes ya los visitaron, permanecemos en estado permanente de vigilia hasta que un buen día invitamos a algunos amigos, escogemos una fecha y comenzamos la tarea de planificar. Esta vez le llegó el turno al misterioso archipiélago de Socotra en el cuerno de Africa en la boca del golfo de Adén (muy cerca de donde Rimbaud fue a silenciar a sus musas), al sur de Yemen y Omán, al este de Somalia la tierra firme más cercana.
Por muchos años y hasta 1967, con la partida de los británicos y la fundación del estado moderno de Yemen, la isla de Socotra formó parte del sultanato de Quirsh y Socotra. La península arábiga fue hasta la descolonización de la segunda mitad del siglo XX (y sigue siéndolo en gran medida en el caso de Yemen) un mosaico de comunidades -algunas de costumbres nomádicas- con fronteras fluidas y lealtades políticas cambiantes. Socotra ha sido, desde tiempos inmemoriales, lugar de leyendas, mítica y misteriosa, seductora e inhóspita, cercana y a la vez inaccesible. Separada de la península hace más de 18 millones de anos, ha recorrido un camino evolucionario único que explica su altísimo grado de endemismo (casi 40% de las especies de plantas, 60% de las arañas, cien especies de polillas y mariposas, diez y nueve de ventidos de los reptiles y once especies de pájaros se encuentran sólo en las cuatro islas que componen el archipiélago). Sólo las Galápagos, Nueva Caledonia y Hawaii tienen mas endemismo. Por su valor natural único, repartido en varias zonas climáticas, Socotra fue designada por UNESCO como Patrimonio Natural de la Humanidad en 2008.
Simbad, el mítico marinero personaje de cuentos (y héroe de comiquitas de televisión en mi infancia), visitó Socotra, asi pareciera de sus descripciones, al menos un par de veces en sus siete viajes. Aunque siempre naufragaba, el habilidoso Simbad volvía a salvo a Basora, el puerto más cercano a Bagdad, con tesoros e historias fantásticas. En Socotra, cuentan en las Mil y una Noches, el famoso marinero se enfrentó a la gigantesca ave Roc, la misma que cargaba elefantes en sus garras. Otros relatan que en los acantilados de la isla vivió el ave Fénix que cada cinco siglos se autoinmolaba prendiéndole fuego a su nido del cual, en un ciclo infinito, emergía milagrosamente una nueva ave. Se dice que Gilgamesh visitó la isla, que Alejandro Magno mandó a colonizarla, que Santo Tomás la evangelizó camino a India. Se sabe que Marco Polo la visitó en el siglo XIII y que escribió acerca de los poderes de encantamiento de sus habitantes, cristianos en ese entonces, magos de lo oculto que controlaban las tormentas a su antojo para impedir el acceso a la isla.
La primera descripción detallada de Socotra aparece apenas en 1834 escrita por James Wellstead, un joven teniente inglés que visito brevemente la isla con la misión de comprarla para construir una estación de reabastecimiento de carbón para la flota británica de barcos a vapor. Lo cierto es que las corrientes de mar y los fuertes vientos monzones la mantuvieron por siglos (y siguen manteniéndola) desconectada del resto del mundo, arropada por un mar traicionero, envueltas sus altas montañas en una neblina casi perenne, un velo blanco que la esconde a la distancia.
Socotra es hoy parte de Yemen, un reto para quienes quieren visitarla. Ir por mar es prácticamente imposible, no hay rutas regulares, no hay opciones para pasajeros y los poco amigables piratas somalíes merodean sus costas. Sólo queda la opción de volar. Hasta hace unos años la única conexión aérea -el aeropuerto de Socotra fue construido en 1999- era un vuelo semanal desde Cairo de una línea aérea yemenita con una parada en Yemen continental (Seyoun antes, Adén ahora). Un vuelo reconocido por la dificultad en comprar los boletos, la poca confiabilidad del horario, y la incertidumbre de la línea aérea. Pocos turistas, además, tienen el deseo de pasar horas en el aeropuerto de Adén donde con cierta frecuencia hay enfrentamientos militares en las afueras del terminal aéreo.
Desde hace unos pocos años hay un vuelo de Air Arabia que sale todos los lunes durante seis o siete meses desde Abu Dhabi. El viaje es obligatoriamente de una semana entera porque el avión vuelve a Abu Dhabi el mismo día. El problema es que los boletos no están a la venta por los canales regulares porque el vuelo es un charter humanitario organizado por la Fundación Khalifa bin Zayed Al Nahyan de los Emiratos Arabes Unidos. La única manera de conseguir asientos es a través de una agencia de turismo de Socotra que reserva el pasaje y hace los trámites para emitir la visa. Luego de algunas averiguaciones tuvimos la fortuna de encontrar una excelente agencia (Welcometosocotra.com) con quienes organizamos el viaje. No es el proceso al que uno esta acostumbrado. No hay manera de visitar la isla independientemente, es imposible conseguir el boleto, la visa o reservar carro y organizar la logística sin ayuda de una agencia. La reservación se hace por correo electrónico. Hay que hacerla con mucha anticipación porque los puestos en el único vuelo semanal son muy limitados. No se sabe la fecha exacta en la que liberan los asientos así que hay que esperar pacientemente hasta que Air Arabia confirma la disponibilidad. Confirmado el vuelo hay que hacer un primer pago pero como no hay manera de enviar dinero a Yemen por las sanciones hay que hacer una transferencia a una cuenta de banco en los Emiratos, un acto de fé. El segundo pago se hace en persona en efectivo en Socotra (en dólares en billetes nuevos posteriores a 2013). En la isla no hay tarjetas de crédito, la única forma de pago es en efectivo o trueque. Enviado el dinero hay que esperar hasta que envían la visa y los boletos una semana antes del viaje, es decir, hay que preparar el viaje a Abu Dhabi confiando que pocos días antes de la partida recibiremos todo. Comienza entonces un intercambio nervioso de correos con Matteo y Nicola, los dos simpáticos dueños de "Welcome to Socotra" que viven en Hadibo la capital, preguntando si ya llegaron los documentos, si ya enviaron la visa, si ya recibieron el dinero. Matteo y Nicola, estupendos e inmejorables, responden con prontitud y paciencia que ya llegarán los documentos, que no hay nada de que preocuparse. Nos advierten que no podemos tener sellos de Israel en el pasaporte, de resto todas las nacionalidades son bienvenidas. Los comentarios y los pocos blogs sobre la isla insisten en que el destino es muy seguro. Intercambio mensajes con varios viajeros que repiten que no hay nada de que preocuparse, las sonrisas de los grupos de turistas que fotografía nuestra agencia y que cuelgan en Instagram lo confirman. Hoy en día vuelan unos 90 turistas por semana.
Nosotros somos tres, mi hermano, un amigo y yo, el grupo nuestro en la semana que escogimos para nuestro viaje será de 10 en total. Finalmente, una buena mañana, recibimos copia de nuestros pasajes y de la visa que tiene de fondo el dibujo de un águila imponente que evoca el ave Roc. En una semana visitaremos la maravillosa Socotra en Yemen. Desde el momento que decidimos hacer el viaje hasta el día que aterrizamos en la isla sentimos el cosquilleo del delicioso fugu en la boca, el sabor de lo desconocido, la anticipación de la aventura, la extraña sensación de que estamos degustando un manjar que, mal preparado, podría caernos mal.
La primera parada es Abu Dhabi, opulenta ciudad que brotó del desierto con la misma fuerza y rapidez que el petróleo que la financió. Acordamos encontrarnos allí el día antes de nuestro vuelo a Socotra. Nos vemos en el hotel para cenar, estamos emocionados (emocionadísimos), curiosos como niños, apertrechados para acampar por una semana, con miles de cargadores de batería que nos permitan tomar fotos y video, con nuestro equipo de snorkling recién comprado, con linternas y sacos de dormir, con litros de protector solar y binoculares, con sobres llenos de dinero efectivo en perfecto estado impreso post-2013. Viajar alerta los sentidos, nos obliga a tomar un desvío, pone la rutina en pausa. En la isla no hay señal de teléfono o internet; será una semana distinta, de cielos estrellados y silencio digital, de caminatas y conversaciones, de ejercicio y contemplación, de mar muy azul y arena muy blanca, de árboles y arbustos extraños, de camaleones y langostas, de acostarse temprano y despertarse al amanecer. Nuestro vuelo despega a las 5.30 de la mañana, debemos estar en el aeropuerto tres horas antes, nos vamos a dormir.
Socotra no es pequeña, alargada como un frijol la isla tiene 152 kilómetros de largo y 42 de ancho para una superficie de aproximadamente 3500 kilómetros cuadrados (más o menos un tercio de Puerto Rico). Las verdes montañas en el centro de la isla alcanzan más de 1,500 metros de altura. Desde la capital de Hadibo se ven los siempre nublados picos de granito de las montañas de Haggeher, una cordillera de dedos de piedra que apuntan al cielo. La cadena montañosa esta rodeada de altiplanos que esconden las cicatrices de cañones profundos con wadis hermosos de aguas refrescantes y una vasta red de cuevas inexplorada hijas de las filtraciones de agua que carcomen la piedra caliza sin apuro. Las secas planicies que abrazan los altiplanos terminan en playas de arena blanca y fina al pie de altísimas dunas, que se forman por los fuertes vientos monzones que azotan la isla de mayo a noviembre. Pasaremos, según el itinerario, una semana visitando la mayor parte de la isla. Los primeros días en un campamento en la playa al oriente y el resto de los días en el centro, sur y occidente. Reviso el mapa, memorizo los nombres de los pueblos, leo todos los libros que he podido conseguir (el del joven Wellstead del siglo XIX, la guía Bradt de hace unos años que nació como un capricho, el decepcionante relato no muy bien escrito del viajero español Jordi Esteva, las agudas observaciones de la académica Nathalie Peutz, cautivada por Socotra, profesora de NYU en los Emiratos), es mi manera particular de aumentar el placer de mis viajes, de tratar de entender lo que veremos a través de la mirada de otros, de invocar el entusiasmo de los que vinieron antes.
Llegamos al aeropuerto a la hora indicada. En el mostrador de Air Arabia nos encontramos con una curiosa mezcla de socotríes y turistas. Mujeres cubiertas de negro con la manos tatuadas de hena, europeos despeinados, una joven de Arizona lejos de casa que viaja sola, un neoyorkino (joven también) con una camisa de Columbia Law School que conversa (por el tono arrogante y los temas aburridos) como si estuviera en la cafetería de la universidad durante la primera semana de clases, una francesa amargada que se queja antes de tiempo de que la isla será invadida por turistas y perderá su encanto, unos cuantos rusos que prefieren no hablar con nadie, hombres con turbantes y túnicas. Estamos en la puerta de abordar, la pantalla dice Socotra (parece mentira), en la sala se sientan -por ahora de incógnito- los otros 7 turistas de nuestro grupo, ya los conoceremos al llegar. Mandamos nuestros últimos mensajes a la familia y amigos, colgamos en Instagram la foto de rigor mostrando la pantalla de abordaje con el misterioso destino de Socotra, empiezan a llegar textos preguntando adónde vamos y por qué. Deberán esperar una semana para recibir respuesta, tenemos que apagar los teléfonos para despegar. Sentimos una emoción ansiosa, acaban de servirnos el fugu, comienza el banquete.
Los primeros habitantes de la isla se piensa que llegaron en tiempos de la prehistoria dejando sus rastros en algunas de las muchas grutas. Luego llegaron griegos que alrededor del siglo X se cristianizaron. Aislados del resto del mundo profesaron la religión a la manera de un dialecto, con ritos antiguos mas cercanos a la iglesia etíope , con costumbres que los primeros visitantes entendieron como paganismo y brujería. Ya para 1500, cuando llegan los portugueses, la población (sobre todo en las costas de la isla) se había convertido al islam bajo la influencia de los sultanes que gobernaban lo que hoy es Yemen y Omán. Montañas adentro, los beduinos, los “verdaderos” socotríes que aun hoy viven en el interior profundo e inhóspito, mantenían y mantienen creencias menos ortodoxas, hablan de “yins” y brujas, de viejas fábulas y tercos mitos milenarios. La abundancia de mirra y frankincenso, valiosas esencias en la lista de los viajes de especiería, alimentaron por siglos el deseo de comerciantes de explorar la isla. Los relatos de valioso ambergris asoleándose en las playas, el carísimo y rarísimo bolo indigesto que regurgitan los misteriosos cachalotes, fascinó por igual a marineros árabes y europeos. Aun hoy, un fragmento de ambergris -codiciado por las mejores casas de perfume- se vende por cientos de miles de dólares en Dubai o cualquier capital de Europa. Menos de cinco años duraron Tristan de Cunha y los portugueses en la isla, poco se llevaron pero dejaron tras de sí a las ubicuas cabras que hoy, decenas de miles de ellas, pastan insaciables cada rincón de la isla. El imperio británico “protegió” Socotra y a sus sultanes durante la Segunda Guerra Mundial cuando sirvió de base militar aliada (precaria y de importancia menor). Los ingleses se retiran definitivamente con la fundación de la moderna república de Yemen en 1967. No tardaría en tomar el poder el régimen marxista que por décadas sumió al país, y con el a la isla, en la mas profunda noche.
El vuelo es corto, dos horas en total, iremos por el centro de Omán para luego llegar a la isla sobrevolando el Océano Indico. Sigo con atención el mapa de la pantalla del avión, me asomo por la ventana para ver el “empty quarter” de la península arábiga, los fértiles valles de Salaleh, las montañas de Omán, el paso por la frontera imaginaria que separa a la Arabia Desértica de la Arabia Félix.
El aeropuerto es un edificio pequeño donde habita el desorden. Apenas nos bajamos del avión, Nora, la maravillosa italiana que lidera nuestro tour, nos entrega el original de nuestras visas y nos pide que pasemos por inmigración donde un funcionario armado de un ruidoso sello estampa los pasaportes de los turistas mas osados y esquiva los de los mas timoratos. En el caos del terminal conocemos a quienes compartirán la semana con nosotros: un venezolano con cara de árabe que vive en Boston (el dice que es el primer venezolano que visita Socotra porque insiste -sin prueba alguna- que desembarcó antes que nosotros); un Massachutense que también vive en Boston, que vuela drones, adora Guanajuato, le gusta comer bien y abusa como yo de la guasacaca; un simpático veterinario italiano que promete aprender inglés cuando vuelva a Puglia, que viaja solo y felíz (nos muestra fotos de Valeria, Simona y Maria Luisa, sus exes), que almuerza y cena todos los días donde la mama a pocos metros de su casa y de su consultorio, que monta caballo y una Yamaha, que adora los pulpos, los camaleones y las tartarugas; una profesora americana de 67 años, senderista y viajera ávida, Yemen es el país 72 que visita, que prefiere el silencio a nuestras conversaciones escandalosas y espontáneas, al zumbido del dron de nuestro amigo, a nuestras risas matutinas y vespertinas, que hubiera preferido un grupo menos tropical y más de tundra; una pareja de italianos de Liguria, serenos, de 61 y 64 años vividos en paz, en buenísima forma física, amables, siempre con una sonrisa; y por último, una americana de Seattle, la más joven, con tatuajes floridos diseñados por ella misma que le cubren el cuerpo como una alfombra, trotamundo, valiente nadadora.
Conocemos también a Wagdi, nuestro guía local, el Tatoo de Nora, veterano de mil paseos, baquiano, afable, conocedor del nombre científico de todas las especies endémicas de la isla. Wagdi nos traducirá también del Socotrí al inglés. El idioma local, una antiquísima lengua semita con fonemas tan extraños como los árboles de la isla, es completamente distinto al árabe que se enseña en las escuelas. Como un alto porcentaje de los siete mil idiomas que se conocen, el socotrí está en peligro de extinción. Rico en poesía, es una lengua completamente oral, no tiene alfabeto, no se escribe, no se lee. Eso explica por que Ahmed nuestro chofer, y todos los demás socotríes con celulares, están obligados a enviar mensajes de voz en vez de textos.
Nuestra primera parada es Hadibo, la poca agraciada capital de Socotra. De la población total de la isla de 80 o 90 mil habitantes, aproximadamente un tercio vive en la capital. Hadibo es una muy pequeña ciudad sin edificios de más de tres pisos, sin semáforos o parques, con cabras, mucha basura y más barberías de las que parecieran necesitar. Los alimoches o buitres egipcios, en extinción en todo el mundo menos en Socotra, están por doquier picoteando las montañas de desperdicios que alfombran la ciudad.
Carros -oxidados muchos- recorren las calles esquivando peatones, las mujeres cubiertas caminan pudorosas y en grupo, los hombres y niños nos saludan entusiasmados, posan sonrientes frente a nuestras cámaras. “Sora?”, hay que preguntarles en socotrí antes de retratarlos. El mercado es una hilera de tarantines endebles donde se venden unos pocos vegetales y todos los peces del océano. Sentados en el suelo cortan los inmensos atunes, los meros de roca, los peces loro, las tímidas langostas, los astutos pulpos, toda la fauna marina del archipiélago.
En la cacofonía del comercio callejero se mezclan los pregones de los vendedores con el sonido de los cuchillos afilados que cortan cabezas, agallas y espinazos. Hay muy poco que comprar; miel, futas (las faldas que usan los hombres), y turbantes. La mayoría de las tiendas ofrecen baratijas chinas, utensilios plásticos de colores llamativos, perfumes barrettes y electrodomésticos de marcas desconocidas. Frente al banco, en cualquier lugar donde normalmente debería formarse una cola, hay una multitud sin forma y paciente que espera su turno, un orden misterioso cuyas reglas escapan a nuestra comprensión. En Hadibo, en toda la isla, no hay crimen. Nos cuentan Matteo y Nicola que en todos sus años jamas han escuchado de un robo, de un hurto. Las puertas de Hadibo, siempre decoradas, no tienen candados.
Las primeras dos noches dormiremos en el extremo nor-oriental de la isla donde confluyen las ficciones geográficas del mar Arábigo y el océano Indico. Para llegar allí debemos manejar un poco mas de una hora. Nos detenemos en la carretera para jugar dominó con un grupo de lugareños. Están felices de compartir con nosotros confiados de que nos ganarán. Sin embargo, no cuentan con la maestría de los primeros tres venezolanos en la historia que visitan Socotra. Trancamos la partida y los dejamos cargados de puntos, sorprendidos por nuestra maestría. A pesar de la derrota, nos despiden con una sonrisa y los high fives de rigor.
Nuestro campamento, dormiremos en carpas toda la semana, está casi en la arena, al pie de unos acantilados majestuosos, entre la playa y una hilera de dunas gigantes (de cientos de metros de altura) que se recuestan con pereza sobre la pared de la inmensa montaña. Frente a nosotros un mar de miles de tonalidades de azul, de agua cristalina; muy cerca, dos pequeños riachuelos de agua dulce que desembocan en la orilla, que bajan dejando a su paso una sombra verde claro. Nuestro asombro, que durará toda la semana, nos obliga a escudriñar el inventario de adjetivos de nuestro vocabulario (inglés, español y hasta italiano). El “wow factor”, que durará toda la semana, nos hace repetir “espectacular”, “increíble”, “maravilloso” hasta que inevitablemente vacíamos las palabras de significado. Recurrimos al trillado “parece otro planeta”, el lugar común que mas utilizamos para describir el menos común de los lugares. Nos metemos todos en el mar de temperatura perfecta, nos sumergimos en el paisaje. Intuimos, pareciera, que es menos forzado, mucho más natural, hacernos parte de lo que nos rodea, ser absorbidos en vez de absorber, nadar en el agua en lugar de contemplar. Nos zambullimos como niños bajo el sol resplandeciente, enceguecidos por el color del mediodía, atentos a la textura y el sabor del agua, agradecidos por las corrientes de agua fría que van y vienen, el mar es una lasagna de temperaturas. Complacidos con ser parte de una pequeña playa en una costa infinita, flotando en el mar, reponiéndonos de un largo viaje. Todos nos sentimos igual, nos descubrimos disfrutando el momento sin la ansiedad de tener que describirlo.
Todos los días hacemos senderismo. La primera excursión, el mismo día que llegamos, es una caminata a lo alto de la montaña que está a espaldas de nuestro campamento. La subida no es fácil, son varias horas por un camino, a ratos de piedra, a ratos de arena, que zigzaguea la ladera. Cuando el tramo es de arena, subimos tres pasos y retrocedemos dos. Las rodillas, al menos las de los cincuentones, rechinan valientes hasta llegar a la cima. El risco desde donde observaremos el atardecer es el punto perfecto para ver hacia oriente y occidente, con la mano sobre la frente escudriñamos el mar, vigías aficionados tratando de ver la vela de un antiguo dhow a la distancia, la goleta de Simbad, alguna lancha de pesca, tal vez un barco de carga rodeado de piratas somalíes. La semana entera esta organizada al ritmo de los amaneceres y atardeceres, se trata de llegar a tiempo a nuestros destinos para disfrutar con calma del maravilloso espectáculo que, pareciéramos olvidar, ocurre también dos veces al día todos los días en Boston, Nueva York, San Juan, Liguria, San Francisco, Miami, Puglia y Seattle.
La naturaleza, tan de incógnito all´ donde vivimos, es más extrovertida en este rincón de Yemen. Nos sentamos a contemplar el ocaso. Bajamos corriendo apenas se esconde el sol, es empinado, vamos gritando duna abajo sin frenos, empanizados de arena con una sonrisa en nuestras caras, entusiasmados porque toca bañarnos en el riachuelo a la luz de la linterna. Adaptados ya a la vida de campamento, nos vestimos para llegar a tiempo a nuestra primera cena bajo el cielo estrellado.
Los desayunos, almuerzos y cenas son poco elaborados y, luego del segundo día, bastante predecibles. En la isla la dieta básica es pescado, arroz y pan. Las cabras se sacrifican sólo en ocasiones especiales, en celebraciones religiosas, fiestas familiares o como muestra de hospitalidad (karam) para recibir invitados. En las noches nos sirven lo que los pescadores trajeron ese día (salvo una noche que comemos cabrito) peces de cara seria, de piel de plata, de piel oscura, peces largos, alargados, atléticos y barrigones que nos cuesta reconocer. A veces, un par de noches, comemos langostas inmensas que compramos.
Nuestra semana en Socotra coincide con“lobster week”, una de las dos semanas del año en las que los pescadores se lanzan al agua a recoger langostas, a puro pulmón las sacan de sus escondites para venderlas en Dubai. Una tonelada y media nos dicen que recogieron este año, todas en un contenedor camino a los Emiratos donde se venden a cincuenta veces el precio que le pagan a los hacendosos socotríes. En la isla no hay vegetales, apenas unos pequeños huertos circulares con un triste limonero, con suerte (con mucha suerte) una mata de berenjena, vegetales preciosos protegidos de las cabras por una reja casera. El agua dulce, sobre todo en la costa, es escasa. En las regiones más altas la vegetación se nutre del rocío que se acumula en las mañanas. De acompañante nos cocinan arroz, pasta, alguna cacerola a la que agregan papa, tomate y especies locales. En la mesa una botella de salsa Gloria importada de Arabia Saudita que se convierte en un éxito rotundo, que pasa de mano en mano en una ronda interminable. De postre dátiles, deliciosos dátiles. Dos de los días nos miman al almuerzo con una ensalada griega versión local; aceitunas, pepinos, tomate, cebolla, queso feta y atún de lata. La comida es buena, es sencilla, la “salsa de hambre” el mejor aderezo. Comemos bajo un toldo o al aire libre. La noche es oscura como lo era antes en todos lados. Aquí la oscuridad – en peligro de extinción como la lengua socotrí y los maravillosos árboles de la isla- todavía llega puntual. Durante nuestra semana las infinitas estrellas se ven obligadas a compartir el cielo con una luna brillante, brillante y vanidosa.
Nuestro segundo día, luego de un desayuno de huevos, pan, deliciosa miel local y salsa Gloria, manejamos unas horas hasta Homhil, un área protegida que alberga alredededor de 80 de las especies de flora endémica de la isla de las cuales siete son endémicas del valle. Estacionamos las camionetas Toyotas al comienzo de un sendero que conduce, montaña arriba por supuesto, a una piscina natural. Es nuestra primera oportunidad para apreciar la vegetación local. Desde el mismo inicio estamos rodeados de los simpáticos, rechonchos, y -como todo en Socotra- indescriptibles árboles botella. Aferrados a los rincones mas inhóspitos de las rocas, los árboles botella crecen en la más absoluta incomodidad. Los troncos desproporcionalmente abombados color ocre y repletos de agua, terminan en racimos de flores despeinadas.
Es la corta temporada en la que los árboles botella florecen. Donde volteamos vemos las delicadas flores rosadas que coronan con elegancia bufonesca los árboles diseñados por Botero. La rosa del desierto, como se le llama al Adenium obesum sokotranum, puede llegar hasta casi 5 metros de altura con troncos de dos metros y medio de diámetro. Menos abundantes pero igual de impresionantes, nos tropezamos con los hermosos árboles de pepino (Dendrosycyos Socotranus), la única especie de cucurbitárea (a la que pertencen el melón, el pepino, la sandía y la calabaza) que crece en forma de árbol, todas las demás son enredaderas o trepadoras.
Aferrados a los acantilados vemos unos cuantos árboles de frankincenso (Boswellia bulata), de las veinte especies conocidas 8 se encuentran en Socotra. El frankincenso se ha comerciado en la península arábiga desde hace mas de 5,000 años, por muchos tiempo fue parte de los cargamentos que iban y venían por la ruta de la seda. El Imperio Romano del Este lo adoptó en sus ritos, y, hasta nuestros días, es común en las iglesias. Fue uno de los tres regalos (junto con mirra y oro) que trajeron los tres reyes magos del lejano oriente. Los hebreos también, siguiendo instrucciones expresas en el libro de Exodo, lo quemaban en el altar sagrado del tabernáculo. El nombre, derivado del francés antiguo “francencens”, hace referencia a incienso de alta calidad que proviene de la resina de árboles maduros (más de 8 años). El de Socotra es de los mejores.
Luego de una o dos horas llegamos a una meseta maravillosa. Allí vemos nuestro primer árbol de sangre de dragón (Draecena cinnabari), el mas emblemático de los árboles de la isla, el más fotogénico, el más extraterrestre de todos los extraterrestres. Su nombre proviene de la savia roja que produce utilizada por los locales como pigmento para maquillaje y pintura. El árbol, con un tronco grueso de fibra casi hueco, tiene forma de sombrilla volteada. Las hojas, que cambian cada tres o cuatro años, sólo crecen en la copa al final de las ramas mas jóvenes. La sombra que producen es casi perfecta. Nos quedamos hipnotizados al verlos, tomamos mil fotos, tocamos el tronco, nos pintamos la cara de rojo, sonreímos.
Todos son muy viejos porque crecen lento y porque hay muy pocos ejemplares jóvenes que logran burlar el hambre voraz de las cabras. De hecho, todos los árboles que vemos durante el viaje son probablemente mayores de 500 años porque muy pocos han logrado crecer y madurar desde que llegaron los portugueses con sus cabras. Verlos de cerca, tocarlos, sentarse a su sombra, es una experiencia que ninguna foto transmite. Es encontrarse cara a cara con una criatura prehistórica, con una creación de Dr. Seuss. Muy cerca de nuestro primer árbol hay una piscina que termina en el acantilado en paralelo con el horizonte, un "infinity pool". Agua fría refrescante, saltamos al agua y nadamos felices rodeados del paisaje de ensueño de Homhil. Nos secamos al sol, volvemos sendero abajo, por el seco jardín del Edén de otra galaxia. Compramos frankincenso a unos niños que nos esperan y volvemos, oliendo bien, a nuestro campamento.
Esa misma tarde visitamos un pequeño pueblo que queda cerca donde decenas de niños nos esperan impacientes. Cantamos con ellos canciones en inglés y español que repiten entusiasmados con buen acento, bailan con nosotros, caminan de manos para lucirse, cuentan del uno al diez y del diez al uno, gritan y saltan, no quieren que nos vayamos. Aun cuando se siente algo de coreografía semanal, un poco como las visitas de turistas a los pueblos Masai en Tanzania y Kenya, los viajeros que visitan son tan pocos que todavía se conserva la naturalidad del encuentro, el asombro y la curiosidad de ellos y nosotros. No se trata, todavía, de comprarles souvenirs o pagarles por la fotos, de posar y pasar. Para terminar el día, manejamos a la playa que une el este con el sur de la isla, el punto donde convergen el mar y el océano, una ensenada hermosa donde las corrientes se encuentran. Vemos decenas de delfines que surfean mientras comen o comen mientras surfean, miles de peces globo muertos en la playa (nos dicen que en su “estupidez” -que pone en duda a la sabia naturaleza- se inflan sin querer, flotan con las olas y terminan secándose en la orilla). En la punta de la ensenada, en la arena, los huesos ya blancos de una ballena que encallo distraída y los restos de una tortuga errabunda. Nosotros y el viento paseando por la playa sin teléfono, sin internet, sin noticias, sin citas o distracciones, testigos de un atardecer más como cualquier otro en el pleno medio del Oriente Medio.
Hay que despertarse a las 5.15 a.m. para subir la duna más grande y ver salir el sol. Subirla no es fácil. La escalamos descalzos hundiendo los pies y castigando las rodillas. Vamos en fila india pisando la huella de quien tenemos adelante para hacérnoslo mas fácil, para llegar a tiempo. Arriba sobre el lomo de la duna nos encandila el sol. La luz a esa hora y en ese ángulo nos convierte a todos en los mejores fotógrafos. Nos acostamos en la arena a recuperar el aliento, a llenarnos de la energía que dicen irradia el sol de la mañana. Es otro de los muchos momentos “kumbaya”. Estamos sentados, nos hemos trepado sobre el espinazo de arena de una criatura que duerme apacible, a esa hora -aún sin despertarse- podemos jurar que sentimos el ritmo sereno de su respiración.
Esa mañana cruzamos hacia el oeste de la isla. En el camino nos paramos en un pequeño museo de un sólo cuarto que guarda una colección de artefactos y herramientas representativos de la vida rural del siglo XIX y comienzos del XX. Un intento conmovedor, algo ingenuo, por preservar (y crear al mismo tiempo) una identidad socotrí pura, pre-yemenita, pre-emirati, pre-mecantilista, pre-welcometosocotra. Hay fotos borrosas del primer avión que aterrizo en la isla, de la mano amputada secándose al sol de un ladrón capturado in fraganti, viejos telares, vasijas, bolsas de piel de cabra, anzuelos y arpones rudimentarios, un vistoso vestido de mujer a la usanza de antes. Se percibe, igual que ocurre en tantos otros lugares, la ansiedad por mantener un registro de la esquiva identidad original, una construcción romantizada, estetizada, imaginaria e imposible que busca hacer de anclaje-político en esencia- del andamiaje social de la isla. A quién pertenece y quién controla Socotra es, de hecho, una pregunta difícil de responder. Desde 1967 y hasta el estallido de la primavera árabe, tan otoñal vista ahora en retrospectiva, Socotra fue parte de Yemen. Las revueltas que buscaron derrocar al dictador Saleh de Yemen, inspiradas por las protestas de Tunez, Libia, Siria y Egipto, despertaron por primera vez en muchos años un movimiento político en la isla. Movilizaciones masivas reclamaron más autonomía, algunos abogaron por un nuevo status político-territorial dentro del orden de Yemen, otros coquetearon con la independencia, nada cambió.
Con la última guerra civil en Yemen continental, la que sigue hoy, y la intervención de los Emiratos y Arabia Saudita en contra de los Houthis, Socotra ha estado bajo control de facto de sus vecinos del norte en coordinación con el gobierno de la Junta de Transición del Sur con sede en Adén. Las banderas de los Emiratos ondean junto con las de Yemen en muchos lugares de la isla, el aeropuerto es financiado y controlado por Abu Dhabi, nuestro vuelo (que inshalla saldrá el lunes próximo) también; el nuevo hospital, muchas escuelas y proyectos de infraestructura dependen de apoyo Emirati, saudí y, en menor medida, de Kuwait. El presupuesto público, incluyendo los salarios de muchos empleados, es costeado por los Emiratos. Arabia Saudita, con presencia menos conspicua que los EAU, mantiene una base militar en la isla. Dicen que vastas extensiones de tierra, en muchos casos frente al mar, han sido adquiridos por ciudadanos del golfo que esperan con paciencia el momento oportuno para desarrollar proyectos turísticos y residenciales. Es, en cierta medida, una de las razones sino la principal, por las que los socotríes viven en paz a pesar de ser parte de un país que se desangra, que sufre la desnutrición mas aguda y crónica del planeta, que se descompone en un ciclo de violencia que no pareciera tener fin. Socotra, un oasis en el caos, recibe cada vez un mayor número de yemenitas que escapan de la guerra. La inmigración contribuye también a la ansiedad cultural, al deseo de contener la influencia árabe, a la necesidad de frenar la transculturación que desdibuja aceleradamente el falso (pero reconfortante arquetipo) de la “verdadera” Socotra.
Viajamos esa tarde a nuestro segundo campamento en la costa occidental en la reserva marina de Dihamri. Llegamos a tiempo para lanzarnos al agua con nuestras máscaras y explorar el arrecife. A los pocos metros nos recibe un cardúmen de inmensos peces loro de miles de tonalidades; nuestro amigo italiano, el veterinario, juega con un pulpo que encontró entre las rocas, descubrimos una morena desprevenida fuera de su guarida luciendo toda su longitud, peces ángel, peces emperador, peces globo, peces sin nombre, almejas gigantes inmóviles en el fondo del mar, muchísimos corales de todos los colores y texturas con una nube de diminutos seres vivos revoloteando a su alrededor. Y, como siempre, sólo nosotros en el agua.
Al salir, caminamos hacia dos pequeños promontorios donde nos intercepta una camioneta. Se baja el pasajero y nos pide tomarse una foto con nosotros “photo please”, al segundo se baja una señora de lentes cubierta de negro, “photo with Mother” nos dice apuntando hacia la señora. “Mother from Aden, come to Aden. Good food and good shopping. Google Aden, you will see” nos dice mientras posamos en traje de baño mojados, abrazados con ellos haciendo todos el signo de la victoria con los dedos. Todos los prejuicios milenarios desvanecidos, desarticulados, el terco conflicto entre el islam y el mundo judeo-cristiano, el choque de civilizaciones entre Occidente y el Oriente Medio resuelto con un selfie. Nosotros todos los hijos de Abraham adoptados por “Mother”, posando con ella sonriendo tras el hijab.
Los próximos dos días nuestro campamento estará ubicado al borde de la laguna de Detwah, sin duda una de las playas más hermosas del planeta. Nos llevan por una colina para sorprendernos con una vista espectacular de kilómetros de arena blanca y mar azul sin una sola persona. Saben que nos deslumbraremos y lo hacen bien. Nos tomamos fotos y bajamos apurados a bañarnos, estamos – de nuevo- boquiabiertos arrastrando los pies por la arena fina, de rodillas por el agua transparente de temperatura perfecta. La laguna, que se llena y se vacía con la marea, se une al mar por un banco angosto de arena. A lo lejos se ve la silueta de las mantarrayas con sus escoltas de peces, se puede nadar hasta el infinito. El almuerzo lo comemos en una cueva al borde del mar, lo prepara un local que conoce cada rincón de la laguna y que, a la manera de Dr. Doolittle, conversa con toda la vida marina que vive en ella. A la entrada de donde comeremos nos tropezamos con una tortuga inmensa boca arriba que cargamos apurados (cual equipo de rescate) y soltamos en el agua poco profunda. El menú ese mediodía comienza con distintos tipos de almejas y sigue con pescado a la brasa y una cazuela de arroz. A nuestras espaldas, dentro de la cueva a manera de decoración, hay un esqueleto completo de delfín.
De postre bajamos con Alliyu, que así se llama nuestro anfitrión, a recorrer la laguna. El y sus dos hijos van armados de un alambre con el que recogen erizos (que comemos), navajas (que comemos), sepias (comemos un pedazo de tentáculo), ostras (que como sólo yo), recoge un pulpo, nos muestra los huevos de calamar con sus embriones a punto de nacer, pepinos de mar, peces globo sonrientes.
Cada vez que nos ofrece una ostra nos repite que el ha tenido 16 hijos (8 murieron), que ese es el secreto de su fertilidad. Para Alliyu la laguna es un supermercado de comida fresca y afrodisíacos.
Desde Detwah tomamos a la mañana siguiente dos pequeñas lanchas para ir a Shu’ab, un minúsculo pueblo al que sólo se puede llegar por mar. De ida nos acompañan cientos de delfines que saltan haciendo maromas en el aire. Bordeamos la costa, un acantilado contínuo que cae verticalmente en el mar. A medio camino nos detenemos en una pequeña playa (ohhh! Wow! Que linda!) a hacer snorkling, Matteo aprovecha para escalar una roca con la habilidad de un musculoso cangrejo.
El pueblo de Shu’ab es un caserío de piedra incrustado en una ladera a pocos metros de la playa. Nos recibe Abdulah, uno de los jóvenes del pueblo, que habla muy bien inglés. Nos hacen un recorrido por los edificios del pueblo viejo y por los del pueblo nuevo que están construyendo un poco más lejos para protegerse del mar. Nos muestran los tres huertos circulares que han cuidado con devoción, nuestro compañero venezolano le toma una foto a una lagartija bajo una de las plantas y los locales, que piensan que está admirando tres berenjenas chaparras que cuelgan asustadas de la mata, las arrancan y se las regalan. Las únicas tres berenjenas de Socotra, aún por madurar, protegidas por meses de las cabras en el jardín botánico de Shu’ab ahora están en las manos del bien alimentado Nelson. Nuestro amigo tratando de devolverlas y el pueblo entero insistiéndole que se las quede, que ahora son de él, que no es reversible el gesto, que él es el huésped, que “lo que se regala no se quita porque el diablo te visita”.
Bastante de la hospitalidad o Karam, un rasgo definitorio de la cultura y vida social beduina, se mantiene en la isla. Se siente lo que fue el deber sagrado de recibir familiares, amigos y forasteros en tiempos del sultanato (pre-1967), una costumbre que sobrevivió el gobierno marxista (que termina en 1994) y que se sigue practicando hoy sobre todo en los rincones más remotos del interior de Socotra. Nelson no puede enmendar el malentendido, lo único que aceptan los del pueblo y a regañadientes es que se reparta el oro morado entre quienes nos trajeron en las lanchas. Nos llevan a un cuarto de alfombras de estera donde nos sirven té y almuerzo. Nos echamos a descansar, afuera el sol arrecia. Las mujeres, como en todos los lugares que vamos, permanecen escondidas en sus casas cubiertas por completo, rehenes de los preceptos religiosos y de los miedos de los hombres que los decretan. Sólo una, mayor, se atreve a saludarnos. Nos habla en socotrí, no se cubre la cara (como era costumbre hace apenas dos décadas), se ríe sin parar, no sabe su edad -mucha gente en la isla no la sabe-. De hecho, cuando preguntas por la fecha de su cumpleaños muchos responden “primero de enero” que es la fecha en la que se registran cuando van por primera vez a la escuela.
Tomamos los lentos botes de vuelta, esta vez a contracorriente cabalgando las olas, amoratando nuestros coxis. Dos horas más tarde llegamos al pequeño pueblo de Qalansiyah de donde partimos esa mañana. Más pintoresco que Hadibo, lo cual no es difícil, Qalansiyah es un centro de pesca con decenas de niños que corretean entre los botes de colores en la playa.
Al día siguiente salimos al sur. Ahmed, nuestro estupendo chofer, tiene una bien curada selección de música que intercalamos con la nuestra. Los mejores éxitos de los DJ de Marruecos, música tecno de Dubai y regaetón de Djibouti con Carlos Vives, Caetano Veloso y algo de Joan Manuel Serrat. Nos cuenta Ahmed que, como muchos otros socotríes, tiene familia en los Emiratos. Durante la primera mitad del siglo y hasta comienzos de los anos setenta, cuando comenzaban a definirse las fronteras e identidades nacionales de los países del golfo, miles de socotríes emigraron a lo que hoy es Arabia Saudita, los Emiratos y Omán (de hecho, los socotríes que pelearon con éxito defendiendo al sultán de Omán durante la guerra de Dhofar contra la guerrilla marxista recibieron como recompensa la nacionalidad omaní). Durante décadas, y aun hoy, las remesas de familiares en los países del golfo han mantenido a un gran número de familias de la isla. Los nexos son aún más estrechos por la costumbre de hombres de la península de “comprar” segundas, terceras y cuartas esposas, algunas muy jóvenes, en Socotra. Las mujeres socotríes, las mismas que vimos en nuestro vuelo de Abu Dhabi, mantienen el vínculo económico y emocional con sus familias en la isla. Cuentan que en la primera mitad del siglo pasado las primeras mujeres socotríes que llegaron fueron brujas expulsadas de la isla. Con frecuencia, como en muchas otras culturas, actos de brujería -siempre femenina- era la explicación de fenómenos naturales como sequías o malas cosechas. Las presuntas autoras eran sometidas a una prueba para confirmar su culpabilidad. Les amarraban un peso a la cintura y las arrojaban al mar. Si flotaban eran culpables y por lo tanto las sentenciaban. Si se hundían significaba que eran inocentes. Las sacaban del agua cuando estaban a punto de ahogarse para luego expulsarlas de la isla en un bote. A la deriva por días o semanas, aquellas que sobrevivieron, terminaron con pasaportes omaníes, emiratis o saudíes y con fortunas con las que ni las más hábiles brujas hubieran jamas soñado.
Los últimos dos días los pasaremos en el sur. Muy cerca de nuestro campamento está el desierto de Zaheq con dunas hermosas muy cerca del mar. Lo recorremos con calma. En el sur hay también camellos y filas de antiguos tanques soviéticos oxidados que apuntan ciegos al mar, memento de la pesadilla marxista. En la noche, como todas las noches, Ahmed y el resto de choferes y cocineros, terminadas sus tareas, se sientan en grupo a masticar khat, una yerba con propiedades estimulantes. El alcaloide de la planta provoca euforia y pérdida de apetito y, generalmente, dependencia. Parecido a la coca, la costumbre de masticar khat data de miles de años en Etiopia, Djibouti, Kenia, Uganda y Yemen donde es legal su consumo. En Socotra, sin embargo, es un hábito reciente. A la isla llegó hace pocos años de Yemen continental y con el todos los efectos negativos que van desde ausentismo laboral y menor productividad, al peso que representa el gasto adicional en la economía familiar (cada bolsa de khat cuesta alrededor de 15 dólares cuando el salario de un policía, por ejemplo, es de apenas 120 dólares al mes). Comienza a verse, nos cuentan los guías italianos, el impacto en la sociedad. Al tema social se suma el ambiental; no sólo por la basura, el khat se vende en pequeñas bolsas plásticas que nadie recicla, sino además (y sobre todo) por la manera veloz como ha reemplazado otros cultivos tradicionales con mayor valor nutritivo. Ahmed, con el bolo en la boca y la mirada perdida, nos comenta que a veces se siente calmado a veces eufórico, que le gusta sentarse a compartir con sus compañeros y hablar por horas sin dormir. Pareciera que el khat llegó a Socotra para quedarse.
Nuestro último día, el mejor del viaje probablemente, lo pasamos en la meseta de Diksam y el bosque de Firmihin, separados ambos por un cañón profundo con un riachuelo que desemboca en el mar. En el lado de Diksam nos detenemos a disfrutar de la vista acompañados de grupos de niños que nos llevan de la mano.
Juegan con nosotros, cantan con nosotros, se columpian y nos columpian a la sombra de un viejo árbol de sangre de dragón. Buscan camaleones y sonríen, están fascinados con nosotros fascinados con ellos. Al terminar la tarde nos aventuramos cañón abajo con las cuatro camionetas por un camino estrecho. Nos recuerda a mi hermano y a mi nuestras excursiones 4x4 por el interior de Venezuela allá en nuestras mocedades. La Toyota bamboleándose, los amortiguadores concentrados, el precipicio a un lado y Ahmed, quién sabe si aún bajo el efecto del khat, confiado al volante. Llegamos al río y nos bajamos para recorrerlo a pie. En el cauce, casi seco, hay piscinas de agua fría con pequeños peces y grupos de cangrejos (endémicos, por supuesto). El sol al final de la tarde se filtra por las hojas de las palmas de dátiles que crecen entre los árboles botella. Caminamos sorteando rocas inmensas que arrastró el monzón de hace unos años, el mismo que casi secó el río, que dejó la garganta del cañón sedienta. Podríamos pasar horas explorando pero tenemos que seguir el paseo. Subimos por la ladera opuesta por un camino igual de estrecho hasta llegar al fabuloso bosque de Firmihir, un lugar de ficción con un nombre de ficción, un paraje de druidas y seres encantados, de fantasía. En Firmihir está la mayor concentración de árboles de sangre de dragón de toda la isla. Subimos a pie por un laberinto de árboles inmensos que se asolean mirando al cielo, son miles de años si los sumamos todos, miles de miles de años de vida vegetal. Subimos a una escarpadura desde donde se ven árboles hasta donde da la vista. Un éxtasis, un frenesí, un orgasmo botánico que se prolonga hasta que se esconde el sol.
La última noche cenamos felices, satisfechos todos, celebramos el cumpleaños del veterinario de Puglia con una deliciosa torta y un desafinado concierto de flauta que nos ofrece un músico local. Nos recogemos a nuestras carpas temprano porque hay que llegar al aeropuerto a las 4 de la mañana.
La falta de puertos naturales, la ausencia de minerales y piedras preciosas, la aridez de la isla y los vientos huracanados que la visitan durante la larga temporada de monzones, han mantenido a Socotra al margen de la historia, en la periferia del mundo conocido, ajena a las grandes batallas y las cruentas guerras civiles de Sanaa y Adén. Sin embargo, el tiempo, que todavía parece detenido, comienza a acelerarse. Socotra habita dos sistemas solares, orbita alrededor de Yemen pero siente la cada vez mas poderosa fuerza de gravedad de los Emiratos Arabes y Arabia Saudita. Hace malabarismos para convivir con muchas lealtades. Vive una inestable esquizofrenia, se ve reflejada y se construye al mismo tiempo en el dogma del wahabismo severo y en el pluralismo libertino y occidental de Instagram y Facebook. Cada lunes, cada vez que aterriza el vuelo semanal de Air Arabia, la isla se reconecta con el mundo exterior, se reglobaliza, se despierta del tenebroso letargo de la guerra de Yemen, cambia sus yins por blue jeans y sus camellos por camionetas Toyota. Nosotros, turistas de paso, apurados siempre, prisioneros de estereotipos, seguimos romantizando la isla, hacemos un esfuerzo por encontrar en ella todo lo que nos seduce y nos asusta del exótico Oriente, nos regocijamos en su lejanía, en el peligro percibido pero no real (las probabilidades de morir envenenados por este fugu son bajísimas), invocamos el FOMO de los otros a través de nuestras cuentas de social media.
Socotra es nuestra última frontera, la de turno, la de 2022. Jugamos a ser Lawrence de Arabia, falsos héroes que viajan a la isla más segura y hospitalaria del aterrador Yemen. Aún así, a pesar de lo inevitable de nuestra pose, quedamos completamente cautivados. Socotra es un lugar de ensueño, de extraños bosques milenarios que desaparecerán dentro de unos siglos, de los más azules azules, de aguas transparentes, de paz digital, de gente hospitalaria, de cenas al aire libre que siempre terminan con sabor a dátil, de noches abarrotadas de galaxias, de arrecifes intactos y mansos cardúmenes, de inmensas dunas que descansan sobre majestuosos acantilados, de oasis de agua fresca, de arena fina, de sol, sed y cielos despejados.
Dani, has escrito un gran relato de la maravillosa experiencia que experimentó tu grupo visitando uno de los lugares más aislados, pacíficos y hermosos del planeta.
Gracias por compartir la Historia con H mayúscula, las historias de Uds en el archipiélago y las bellas fotografías de Scrota que, ahora no es sólo una referencia de viaje para tus lectores si no, una fuente de inspiración para que entendamos cuán importante es entender la profundidad que hay en lo más simple de las personas y paisajes que están alejados de nuestras vidas rutinarias en las grandes urbes del mundo.
Felicidades por tu talento para escribir y mezclar la historia, con la narrativa y el relato de viaje con tanta sensibilidad.
Gracias…